Primer fragmento de "Pequeño Elegido", segundo capítulo de "La Señora del Hidrógeno"

II

Pequeño Elegido

Castillo de Cachtice (Csejthe),
antigua Transilvania húngara,
primavera del 1.916


El pequeño Edward Teller apenas escuchaba ya el firme y monótono vibrato ligeramente agudo que emitían las curtidas cuerdas vocales de su profesora mientras se dirigía a su variopinto y atento público infantil.

De ordinario distraídos, soñolientos y potencialmente revoltosos, aunque casi siempre contenidos en sus tumultuosos e inmaduros impulsos por la férrea disciplina de inspiración victoriana aderezada con la doctrina imperial austro-húngara y modulada mediante ciertas peculiaridades locales que imperaba en el colegio de primaria al que asistían, aquella tarde, sin embargo, guardaban un silencio y mostraban una ordenada sumisión fruto de sus propias voluntades, subyugadas por el poder de las palabras de su maestra y la misteriosa y ambigua magia de aquel legendario lugar, a la vez atrayente y temido en toda la región desde más de trescientos años atrás.

Edward era un niño muy especial: Reservado, introvertido, tímido, aparentemente dócil, muy estudioso y disciplinado, su precosísima capacidad intelectual, especialmente en materias como las matemáticas y las ciencias, se combinaba con una sensibilidad excepcional, al mismo tiempo mórbida y delicada, casi femenina, que le valía no pocas burlas mortificantes por parte de sus compañeros, aunque, en ocasiones, se transmutaba en una fría y silenciosa cólera agresiva, destructiva, que deseaba la muerte entre imaginarios tormentos espantosos para todos aquellos idiotas primates que lo humillaban ante las niñas, prevaliéndose de su mayor fuerza física o carácter más duro...

De estatura media, delgado y desgarbado - lejos del macizo corpachón que llegaría a desarrollar muchos años más tarde - de piel suavemente atezada, su bien proporcionada cabeza se poblaba por una buena mata de negrísimos cabellos vigorosos y lisos, cuidadosamente repeinados, que los típicos camorristas brutales de los últimos cursos gozaban en revolver ante la impotente ira del chiquillo y el griterío cobarde y miserable de sus compañeritos de clase.

Por todo ello, no era de extrañar que el chiquillo fuese habitualmente distraído, tanto debido a su natural tendencia a la abstracción racional o la ensoñación artística como a causa de una comprensible reacción evasiva ante una cruda realidad molesta y mortificante...

Y, aquel día, por añadidura, aquel aura a la par siniestra y evocadora, antigua y majestuosa, grandiosa y enigmática que parecía envolver y adherirse como una pátina de tenaz imprimación a cada palmo de aquel lugar rodeado de terribles historias y estremecedoras leyendas, aquel lugar cuyo pálpito hechicero había incluso apaciguado del todo a las más estúpidas bestezuelas del plantel escolar, no podía dejar de ejercer un hondo y rotundo efecto sobre las refinadas facultades superiores del infante; Como solía ocurrirle en tales ocasiones, no tardó en empezar a vagar, observándolo todo con enormes ojos cargados de maravillada curiosidad, observando, analizando, intuyendo, deduciendo, estableciendo potentes analogías y registrando subliminales datos e impresiones situadas a años-luz por delante y por encima de la tosca percepción del resto de sus coleguitas... De esta manera, fue apartándose poco a poco del grupo y de la profesora, caminando con silenciosos y diminutos pasos fantasmagóricos por sombríos corredores y desvencijados salones, hasta perderse por completo en el desvencijado y tan sólo a medias remozado laberinto a medias fastuoso a medias ruinoso del Castillo de Csejthe.

Para cuando fue a darse cuenta, alarmado, de que únicamente un espeso y cómplice silencio penumbroso y pulvurento le rodeaba, ya se encontraba deambulando por la zona todavía no restaurada de la fortaleza. Un ancestral y violento temor instintivo se apoderó de su ser, mordiendo su corazón de juguete como el mordisco frígido de una rata... Sin pensárselo dos veces, corrió, huyendo de la Sombra, cruzando con precipitada ansiedad un elevado arco de herradura, buscando la luz cual mosquito acosado por la inmensa y pegajosa lengua de un sapo monstruoso...

Desembocó en un destartalado y frío patio de armas casi por completo demolido por la acción del tiempo, la erosión y el olvido cobarde de los hombres... La serena y dorada luz primaveral de la tarde, cargada de trinos, cantos, zumbidos y susurros de fragante vida natural, empezaba a declinar suave, graciosa, parsimoniosa, serenamente, cargada de ominosos presagios del aun relativamente lejano crepúsculo... Se acercaba la hora de la merienda, pero el niño no tenía hambre, sino miedo, un miedo violento, primitivo, radical, indomeñable... Nunca había sido un chico valiente. No al menos en lo concerniente al valor físico. Desde la más tierna aurora de su prematura razón, sabía muy bien - aunque aun no lo formulase ante sí mismo en tales términos - que él no se acomodaba bien con el arquetipo del Guerrero, sino más bien el del Sabio-Brujo o Hechicero... Pero, asimismo, ahora que por primera vez experimentaba el temor en estado puro, un temor tanto más terrible por carecer de aparente causa material, descubría algo desconcertante, tan inquietante como estupendo: Sentía placer, un delicioso escalofrío suave, lento, acariciador, que lamía su columna vertebral, provocaba extrañas mariposas en su estómago y tensaba el delicado y fino tejido de su escroto, justo entre sus dos pequeños testículos... Era una sensación excitante, estremecedora y deliciosa, en cierto modo similar a la que experimentaba cuando veía a ciertas niñas de las clases de mayores, a las que nunca se hubiese atrevido a acercarse, o cuando contemplaba a su madre pintarse y maquillarse en el cuarto de baño mientras él jugaba con imaginarias flotas de guerra en la vieja bañera blanca de patas de cobre, pero mucho más fuerte... Girando sus agrandadas y brillantes pupilas de ébano, podía ver las maltrechas columnas de piedra, el pesado enlosado abierto, herido, atravesado por el moho, la verdina, matojos salvajes y jaramagos, el pozo esbelto, negro y desconchado, los elevados ventanales góticos maltrechos y vacíos que circundaban el patio de armas, que parecían mirarle con obsesiva fijeza, una fijeza extraña, en la que se entremezclaban de manera ambigua y perturbadora la amenaza, la curiosidad, la burla y cierta clase indescifrable de cariño maternal... ¡El miedo le gustaba, le exaltaba, le hacía sentirse más cerca de su Papá, del Hombre Adulto, aquella misteriosa condición al mismo tiempo anhelada y temida...!

Sin saber que hacer, caminó unos cortos pasos..., y entonces el horror dominó toda otra emoción o sentimiento, porque el suelo cedió bajo sus pies...

El corazoncito saltó, frenético, en su reducida caja torácica, el pequeño Edward chilló con una nota aguda, histérica, desesperada, y se precipitó en las profundidades tenebrosas de los sótanos del castillo de la Condesa Sangrienta...
La caída fue rápida, a plomo, pero a él se le antojó lenta, muy lenta, infinitamente espantosa, negra y dilatada... Después, un golpe seco, la leve impresión de que su cabecita golpeaba contra algo frío, duro y húmedo... y la Oscuridad...

Media hora más tarde, la conciencia retornó. Una fétida y pegajosa tiniebla le rodeaba... Se llevó una manecita de muñeco al cráneo, palpando con aterrorizados movimientos la zona magullada de su cráneo... No había sangre, tan sólo un pequeño ardor e inflamación, el inicio de un buen chichón que crecería, dolorido y amoratado, hasta ser reabsorbido sin problemas por su flexible y jovencísimo organismo... Los deditos exploraron, tocaron, modelaron..., a ciegas, mientras el cuerpecillo temblaba, convulso de terror. Piedra. Granito. Bordes gélidos y levemente húmedos, cortantes, rígidos, un vértice anguloso suavizado por siglos de deterioro...

Dejó transcurrir casi dos minutos, cerrando los ojos, negando la horrible y rotunda realidad, atento tan sólo a consolar su espantosa angustia acariciando aquella masa densa y desgastada...:

"Me he caído en los sótanos del Castillo Maldito - musitó para sí mismo, no porque no hubiera nadie, sino debido a no reunir fuerzas para hacer brotar su voz - estoy perdido, completamente perdido, y no sé volver a donde está la señorita con los otros niños... Me he roto algo, seguro..., y no podré moverme... Y dicen..., dicen que..."

Interrumpió sus desbocados y terroríficos pensamientos con un furioso manotazo mental:

" Yo no soy como esos brutos necios e ignorantes... Yo soy un niño distinto..., leo mucho, escribo muy bien..., para mí los quebrados y raíces son pequeños juegos, mientras esos idiotas sudan como cerdos sobre sus cuadernillos de clase... Mi papá es más rico y más sabio que todos esos lerdos campesinos y artesanos, tiene una gran biblioteca y se preocupa mucho por mi educación... Tan sólo vivimos aquí, en este mísero y atrasado pueblucho por un tiempo, para huír de los tumultos y peligros de la Gran Guerra en la capital y para que yo no coja la tisis o algo parecido en Budapest y no me ponga malito en estos asqueorosos tiempos de batallas y racionamientos... Y mi mamá es la más guapa de todas, delgada, esbelta, siempre elegante..., no como esas repugnantes gordas malolientes con sus enormes faldas marrones o negras, sus ridículos pañuelitos y su rancio olor a sudor y berzas..., que hasta tiene bigote... Me dan tanto asco... Por eso me odian, por envidia..., y me martirizan... ¡Pero yo... yo seré grande, grande, sabio, célebre, poderoso, y me vengaré de todos ellos...! ¡Entonces verán lo que es bueno...! "

Una de sus ocasionales explosiones de helada cólera destructora le embargó, apoderándose de su mente y de su sistema orgánico como colosal y tempestuoso huracán tropical... Ya no tenía miedo... Se sentía fuerte, inmenso, lleno de poder y ciencia... Le había ocurrido otras veces, en general después de algún incidente especialmente penoso en el Colegio, pero esta vez era mucho más intenso, profundo, arrebatador..., porque seguía sintiendo que, de algún modo, alguien, alguien femenino y excepcionalmente bello, como las chicas de los últimos cursos, pero infinitamente más inteligente, refinada, poderosa y madura, le contemplaba, alentando y avivando sus virginales pero no por ello menos colosales dosis de Soberbia, Orgullo y Ambición heridos...

Sonriendo con verdadera ferocidad por primera vez en su corta vida, se levantó, en un esfuerzo soberano y decisivo, sin importarle lo que pudiera pasarle...

Increíblemente, tan sólo hubo unos crujidos ligeramente doloridos, un leve mareo..., y nada más.

No se había roto nada. Estaba bien. Intacto. Protegido...

Se sacudió el polvo de las rodillas, las palmas de las manos y los codos, tan sólo levemente despellejados, limpió como pudo, con movimientos secos y obsesivos sus pantaloncitos cortos azul marino y su jersey de igual color y se frotó el polvo y otras inmundicias de los blancos puños de su camisa almidonada... Odiaba las manchas y la suciedad... Era maniático al respecto... Por ésto, y debido a sus frecuentes ensoñaciones, tardaba casi dos horas en arreglarse por las mañanas en el baño, para desesperación de sus progenitores, especialmente de su papá, obligados a levantarse y levantarlo tres horas antes para que llegara a tiempo a la escuela por las mañanas...

Se volvió con repentino vigor, y fijó la mirada, forzándola a escrutar la negrura... En realidad, se filtraba algo de luz, a través de unos altísimos ventanucos que rodeaban la cámara ovalada y poblada por ominosos bultos amorfos, indefinidos, vagamente amenazadores... Un leve atisbo de temores anteriores repuntó, ahogado de inmediato por la nueva fuerza interior desencadenada en el interior del alma del chavalín...

Se inclinó sobre el suntuoso catafalco, tan sólo un poco menos elevado que su cuello, atisbando la polvorienta superficie de dura piedra gris... Venciendo su repugnancia, pasó la mano por ella, lenta, suave, reverencialmente..., y la sensación de tensión y tirantez de sus inmaduros genitales alcanzó un máximo casi agónico, pero exquisito... Leyó con avidez:

ERZSÉBET BATHORY
(1.560-1.614)
SEÑORA DE CSEJTHE

Ninguna cruz había sido labrada ni erigida sobre la tumba, pero sobre el nombre de la otrora poderosa y posteriormente condenada dama cuyos restos supuestamente descansaban en el interior, resaltaba un bien perfilado bajorrelieve del escudo de armas de su ilustrísimo linaje: El dragón alado de larga y serpenteante cola se enroscaba alrededor de una columna ensartada horizontalmente por tres enormes colmillos de lobo. Un silencio sepulcral - nunca mejor dicho - reinaba en la tenebrosa y desolada catacumba.

El niño tragó saliva. Sabía a quién pertenecía aquella cripta subterránea. ¿Cómo no saberlo si cada estremecido rumor supersticioso, cada susurrante historieta terrorífica relatada por los viejos a la luz consoladora de crepitantes lumbres en las largas y frías noches de duros inviernos, si cada trazo y evocación de arcanas leyendas malditas acerca de strigoi (vampiros), aparecidos y enigmáticas desapariciones de niños perdidos, apuntaban una y otra vez a aquel nombre y aquel castillo miles de veces maldecido y, a la vez, turbiamente reverenciado...?

" ¡Bah..., tonterías de la chusma inculta y tonta... ! El tipo de cosa que repiten los más necios y miserables de mis compañeros por que se las han oído cientos de veces a sus padres y abuelos, tan rudos, incultos y despreciables como ellos..." - se repitió dentro de su mente, a medias como producto de un nuevo arranque de su orgullo secretamente sobreestimulado y de sus desesperadas ansias de creerlo así - " Yo no soy un niño de esos... Yo soy diferente. Muy diferente. Refinado y especial... Yo sólo creo lo que puede probarse por medio de la experiencia o el razonamiento... De mayor quiero ser un científico... ¡No puedo dejarme influenciar por esas bobadas de gentes brutas y vulgares...! "

Se giró de nuevo. Algo extraño, lleno de poder, le llamaba, o al menos así lo sentía él en lo más hondo de su alma... Algo antiguo, femenino, hermoso y letal... Algo que dejaba escapar una horrenda aura de perversidad, cruel, sádica, destructiva..., pero que también emanaba una cálida invitación maternal, casi tierna...

Confundido entre tan contradictorias percepciones y encontrados pensamientos, el pequeño levantó la vista, al azar, recorriendo la sórdida y pestilente negrura cargada de aire viciado... Y, entonces, la vió...

Vió una luz, un tenue brillo ambarino y suave, colándose por la rendija de un enorme portalón de hierro herrumbroso situado encima de una decrépita escalera corta que ascendía desde el fondo de la catacumba hacia un nivel superior..., justo frente a él, a unos 6 m. de distancia...

Caminó hacia allí... Ahora no tenía miedo, ni anhelo, ni premura... Se sentía como drogado..., o hipnotizado, creía flotar, evanescente, sobre sí mismo y las inquietantes tumbas que poblaban aquella zona de aquella cámara. Avanzó muy despacio, casi en trance, y subió los podridos escalones como un sonámbulo, sin vacilar. Pareció que alguien guiaba sus pasos, indicándole exactamente donde debía poner los pies para no resbalar sobre la húmeda, corrompida y salitrosa piedra... Cuando llegó arriba, empujó la titánica portalada utilizando las dos manitas, con todas sus fuerzas. La criatura se puso roja como un tomate, y profirió unos quejidos sordos y jadeantes, pero los oxidados goznes y la pesada masa metálica vejada por el tiempo no cedió apenas unos milímetros... Cuando ya no podía más, sin embargo, cedió de repente, arrastrando su cuerpecillo en su lenta y chirriante rotación, que retumbó en el mausoleo como un aullido que evocaba pretéritos y despiadados tormentos...

Edward cayó y rodó por las heladas baldosas pétreas y corrompidas... Jadeante pero imperturbable, con movimientos más propios de un zombi que de un niño de ocho años, se levantó de forma rígida, insensible y mecánica. En esta ocasión, no se sacudió el polvo de la ropa. Su mirada estaba fija, abierta, vacía... Subió por unas ciclópeas escaleras algo pero no demasiado mejor conservadas que las anteriores y ascendió al primer piso. Subió, subió, subió..., a ritmo pausado, firme, constante... Sin saberlo, estaba alzándose al centro mismo de la Torre de la Muerte, el escenario predilecto para las más diabólicas y desalmadas actividades de la viuda de Férenz Nadasdy, también conocido como el "Héroe Negro" de Hungría, la última y más famosa propietaria de aquella magnífica y tétrica fortaleza...

Casi diez minutos más tarde, el niño alcanzó un amplio rellano, se volvió a la derecha y un murete de ladrillos y mampostería destrozados se mostró ante sus perdidas pupilas desenfocadas... Tras él, una gruesa puerta de madera de roble completamente putrefacta y desgajada se exhibía, semientornada, en mortal y eterna invitación...

El pequeño Eddy se dirigió hacia ella sin atisbo de duda, empujándola con una cadera en miniatura al pasar, sin temor a herirse con las esquirlas y agudos picos de su desgarrada estructura... La puerta, o lo que quedaba de ella, se retiró a su paso, obediente, sin que el chavalito la tocara tan siquiera, lenta, quejumbrosa y preternaturalmente... Los restos de un escudo nobiliario idéntico al que estampaba la gran tumba de abajo relucieron un instante en la oscuridad, con saña y avidez infinita...

El crío atravesó el umbral.

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